Graciela entra en el salón cariacontecida y, sin decir nada, se sienta a los pies de su madre, que lee sentada en su butaca favorita, y apoya la rubia cabeza en su regazo.
La madre aparte el libro que está leyendo y, acariciando el cabello de la niña, pregunta:
-Qué te ocurre? ¿Por qué traes esa cara?
La niña lanza un hondísimo suspiro, como de persona que carga con un gran dolor, y levantando la cabecita responde:
-He estado hablando con papá.
-¿Sobre qué? -vuelve a preguntar su madre.
-Sobre lo de hablar y jugar con gente que no existe -replica Graciela jugueteando con los flecos de la manta que cubren las piernas de su madre-. Dice que debería dejar de inventar cosas, que ya soy muy mayor para tener amigos imaginarios.
-¿Y a ti qué te parece? -pregunta su madre apartándole el cabello que le cae sobre la cara.
-Bueno -Graciela, sin cambiar su triste expresión, se encoge de hombros y se remueve incómoda-, quizás tenga algo de razón pero yo no entiendo qué tiene de malo lo que hago.
-No tiene nada de malo pero, como te ha dicho papá, a tu edad no es normal seguir con ese tipo de historias y supongo que eso le tiene algo preocupado. Los amigos imaginarios están bien cuando eres pequeño pero a tu edad ya no lo necesitas.
-Ya... supongo... -replica Graciela que, abrazada a sus rodillas y con la barbilla apoyada en ellas, comienza a balancearse mientras mira la lluvia que tamborilea en la ventana-. Yo no quiero que se vaya, me gusta estar así. En realidad no creo que me lo esté imaginando para nada pero si vosotros insistís...
Su madre la contempla con el corazón convertido en un pequeño nudo. Graciela debía tomar una decisión muy difícil y ella no podía ayudarla por mucho que quisiera.
El padre entró en el salón y se sentó en el suelo junto a ella.
-¿Le has contado a mamá lo que hablamos?. -preguntó en un susurro.
-Sí -respondió Graciela-, me ha dicho lo mismo que tú.
-Bien -dijo el padre y ambos guardaron silencio.
Tras un rato, Graciela suspiró lastimeramente y se giró hacia su padre limpiándose las lágrimas que, desde hacía un rato, corrían silenciosas por sus mejillas.
-De acuerdo, papá -dijo Graciela lentamente-, tienes razón. Tienes que irte.
Su padre sonrió con tristeza y, mientras la abrazaba por última vez murmuró en su oído:
-Estoy muy orgulloso de ti.
La madre, con lágrimas en los ojos, miraba a su hija que, abrazada a lo que para ella sólo era aire, daba su último adiós y su último beso a un padre que había muerto hacía ya tres largos años.
Nanny Ogg.